De cómo punjió el lubón


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I
Ella tenía el trumo a flor de piel. Estaba sentada con su espalda venecta que hacía resaltar sus brupas. Yo, de pie, pigonaba su cadible cuerpo. Tan estática y tan carnicable, quisiera punjir ídealamente su ongitable piel.
De vez en vez clavaba sus dicuaces ojos en los míos y me daba cubor mirarla. Pensaba livamente en punjir su híspide, en corrocar sus brupas, tuler su brozo.
Calidosamente sus manos acariciaron sus brupas. El calaluz del túnel del subte la delataba de a ratos.

II
Cuando bajó del vagón la toní tapiblemente. Su brozo deladeaba sumoso. Sabía que la tonía deliscente. Dobló luego de pasar el litacho. Me esperaba con el trumo en la boca. Fabidosamente apreté el paso tras ella. Me vi grifado contra la pared. Toda su bulapa estaba sobre mí. Onivimos juntos al calaluz y tonimos varios metros. Ahora era mi bulapa la que estaba sobre ella. El cubor había desaparecido. Ahí viene el lubón, me dijo. Corrimos hasta un edificio telísimo.

III
Nos echamos en la sagraña mojados por el lubón que continuaría adentro nuestro. Comencé con sus brupas en mi boca, ella con el taleso en su mano. El lubón britaba afuera, adentro también, muy adentro suyo. El taleso desgarraba su híspide, estaba grifado. Britaba y britaba, el lubón, ella, yo, adentro y también afuera hasta llegar al migarro.

IV
Doteridos nos separamos. De vuelta cada uno al calaluz del subte.
Calidosamente el lubón nos había punjido.